Hace un tiempo visité a mis amigos de Buenos Aires. En un almuerzo distendido conocí el restaurante lindante al hipódromo de Palermo.

Al finalizar me levanté y pregunté el lugar donde debía pagar el estacionamiento. Me indican un sitio hacia el fondo donde me topo con un recinto repleto de tragamonedas y de individuos atrapados por las luces y el sonido de fichas y artefactos. La palidez o el color amarillento era uniforme en la tez de los adictos.

Me sentí confundido, no podía creer que el Estado de una u otra manera contribuyera entusiastamente a la ruina de su pueblo.

Alguien me dijo que debía bajar por una escalera mecánica. Lo hice y allí mi estupor no tuvo límites. Me recibieron enormes sótanos iluminados por las luces, las devoradoras de los bienes y fortunas de miles de personas, cuyo aspecto ponía de manifiesto que hacía varias horas que estaban tirando por la borda el fruto del trabajo cotidiano. Las autoridades encargadas de velar por el bienestar de la población les brindaban el sitio adecuado para arruinar sus vidas. Realmente el infierno.

Pueden parecer exageradas mis expresiones pero juro que jamás en mi vida imaginé tamaño desatino, la organización más perfecta para lograr dinero sin arriesgar nada, la ladina utilización de la ingenuidad de la gente que asume que así puede lograr pagarse la habitación, llegar a fin de mes o lo que sea.

Volví a mis pagos con una enorme tristeza. Con la sensación de que en la medida que las actividades productivas se reducen, los empleos brillan pos su ausencia y esas máquinas funcionen las 24 horas sin parar, estamos perdidos.

La cultura del trabajo en que me crié desapareció. Cada día a cada instante se abre un nuevo casino, bingo, sala de juego que es invadida por cientos de miles de perdedores.

Pase un tiempo en Zapala donde viven mis hijos y una mañana decidí caminar sus calles. Ya había podido apreciar en un viaje anterior la grosera proliferación de salas de juegos.

Por supuesto todas ellas gozan de buena salud. Como no tienen restricción horarias muchos zapalinos que salen de sus casas con intención de pagar impuestos, deudas, etc., cambian su rumbo y enfilan hacia las tragamonedas donde vacían sus bolsillos de los pocos pesos que guardaban y sin pensar acuden a reclamar dinero prestado a la variada gama de casas de prestamos que han invadido la ciudad.

Las autoridades no han adoptado medida alguna. No hay ley, decreto u ordenanza que ponga límites. Lamentable, triste, tan triste como la cara de su gente destruida por la adicción al juego, por la ludopatía que se ha instalado en esta ciudad donde viví treinta años y que desaparecerá sin duda en poco tiempo arrasada por el viento, tapada por la arena del desierto.

Sé que nadie hará nada, que hay poderosos intereses en juego, que este tema lo traté en varias oportunidades, pero al menos sugiero modestamente que funcionen de 21 a 8 horas. De esa manera el infierno no estará vigente a la luz del día, la tentación no afectará a los vecinos que acuden apagar deudas, la adicción disminuirá, muchas familias continuaran con sus vidas sencillas sin tener que lidiar con el drama del juego,

Los juzgados tramitarán menos juicios ejecutivos (cobro por deudas documentadas en pagarés, cheques, etc.), los empleados que diligencian mandamientos de pago y concretan embargos y remates se sentirán aliviados al reducirse tan desagradable trabajo y quizás paulatinamente vuelva la sonrisa a las caras de la gente, hoy abrumada por la macabra y continuada función de las tragamonedas y afines.